No esperaba emocionarme así ese día, esa tarde, en ese
momento.
El sol brillaba fuerte e iluminaba el río frente a nosotros.
Estábamos resguardados bajo la sombra de un árbol de enormes raíces que
invitaban a recorrerlas con los pies descalzos.
Estábamos conversando de cómo vivir la vida rodeada de
naturaleza y no sé bien más de qué. Vos sabías como construir tu futuro, yo sé
que quería algo parecido al tuyo.
Unas arañitas te incomodaban, a mi me daban gracia.
Tenía bastante calor pero quería soltar mi cabello. Y así lo
hice. Basta de ataduras, pensé. Lo llevaba largo y desprolijo. Eso me hacía
sentir desprejuiciada.
Vos hablabas y yo alternaba mi mirada entre los patos que
nadaban por ahí, tus brazos y mis pies. Siempre me ha gustado el color tostado
de la piel.
Como en los cuentos, una mamá pato pasó nadando delante
nuestro con tres patitos detrás suyo en fila. Una hermosura. Agarraste una cámara de fotos vieja, a rollo,
y cuidando de no pincharte los pies descalzos te acercaste a
ellos. Agachado junto a la orilla del río, cámara en mano, el sol te pegaba en
la espalda y los patitos pasaban moviéndose de manera tan simpática.
Ahí no más, me emocioné. No te diste cuenta, estabas lejos y
concentrado. Una brisa me erizó la piel y miré ese cuadro como si yo no fuera
parte de él. El cuadro más perfecto y precioso del mundo. No le faltaba nada,
no le sobraba nada.
Me emocioné y llorisqueé. No tenía pañuelito y me sequé con
las manos llenas de tierra.
Inesperada emoción que me llenó el alma.
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