sábado, 12 de enero de 2013

Lola.


Me relata, trata de explicarme, de explicarse y se enrosca. Allí es justo cuando su oscuridad se aclara, cuando la escucho hablar rato largo. Las nubes se tornan un color más azulino y la brisa se hace más fresca cuando logro acercarme a sus emociones aparentemente cambiantes en la superficie pero subterráneas y regulares en lo profundo que trazan en ella surcos que intenta disimular hasta conmigo, hasta con ella misma.  

Color dorado sin carbonizar, así es su piel cuando está al sol. Brilla, su piel y ella también. Dice que el sol es bueno porque le suaviza la piel y borra los granitos. Yo creo que lo que le suaviza es el alma y lo que le disimula son sus arruguitas, esas que boconean su intenso andar. Se acaricia las piernas, cierra los ojos y sonríe, reconfortada. El sol es el único que le da tregua.

De lo intenso, de la pasión, de lo irreversible, del insomnio. De todo esto me habla y yo la escucho sin omitir juicio verbal. De darse la mano, de besarse con lengua, de amores laterales, de todo esto me habla y yo la escucho sin omitir juicio mental. De los pies que desentonan, de los ovarios que duelen, de las uñas desprolijas, de todo esto me habla y yo la escucho. No opino porque no es necesario hacerlo, ella ya lo sabe.