Me relata,
trata de explicarme, de explicarse y se enrosca. Allí es justo cuando su
oscuridad se aclara, cuando la escucho hablar rato largo. Las nubes se tornan
un color más azulino y la brisa se hace más fresca cuando logro acercarme a sus
emociones aparentemente cambiantes en la superficie pero subterráneas y regulares
en lo profundo que trazan en ella surcos que intenta disimular hasta conmigo, hasta
con ella misma.
Color dorado sin carbonizar, así es su piel cuando está al
sol. Brilla, su piel y ella también. Dice que el sol es bueno porque le suaviza
la piel y borra los granitos. Yo creo que lo que le suaviza es el alma y lo que
le disimula son sus arruguitas, esas que boconean su intenso andar. Se acaricia
las piernas, cierra los ojos y sonríe, reconfortada. El sol es el único que le
da tregua.
De lo intenso, de la pasión, de lo irreversible, del
insomnio. De todo esto me habla y yo la escucho sin omitir juicio verbal. De darse
la mano, de besarse con lengua, de amores laterales, de todo esto me habla y yo
la escucho sin omitir juicio mental. De los pies que desentonan, de los ovarios
que duelen, de las uñas desprolijas, de todo esto me habla y yo la escucho. No opino
porque no es necesario hacerlo, ella ya lo sabe.